En defensa de nuestros hogares y comunidades*
Wendell Berry
Berry nos habla de cómo en nombre de un bien abstracto y universal –el bien del pueblo, el bienestar de la gente- los vándalos profesionales modernos han atravesado el mundo entero, reformulando entornos naturales y culturales en formas excepcionalmente destructivas. Convirtieron el presente en un porvenir siempre pospuesto y organizaron, paso a paso, los desastres de todo orden que hoy definen la crisis de la modernidad.
Hace varios años, asistí a una reunión que me ha sido imposible olvidar, en Madison, Indiana. Me parece emblemática del destino de nuestro país en nuestros días. Entre la audiencia se encontraban muchos ciudadanos de comunidades locales —la mía entre ellas— recelosos y temerosos de la planta de energía nuclear que entonces, como ahora, se estaba construyendo en Marble Hill. Sentados en el estrado se encontraban representantes del Servicio Público de Indiana, responsables de la construcción de la planta, y miembros de la Comisión de Regulación Nuclear, cuyo trabajo supuestamente consistía en protegernos de los peligros evidentes del uso de la energía nuclear, así como de los ya conocidos engaños e ineptitudes del Servicio Público de Indiana.
La reunión se desarrolló como suelen hacerlo esas reuniones. Los temores, las objeciones, las preguntas y quejas de la gente local fueron enfrentados con 1a jerga técnica y con el suave descaro de que la posibilidad de una catástrofe era pequeña. En tal confrontación, el supuesto oficial es, aparentemente, que aquellos que hablan de una forma más incomprensible y desapasionada tienen la razón; y que aquellos que hablan sencillamente y con sentimiento están equivocados. La fidelidad local, la lealtad personal y los temores privados no son científicamente respetables; no tienen ningún peso ante ‘la consideración objetiva de los hechos’ —aún cuando algunos de los ‘hechos’ puedan ser altamente especulativos o falsos. Y de hecho, en la historia de tales confrontaciones, las victorias las han obtenido sobre todo quienes consideran objetivamente los llamados hechos.
Todavía están ganando en Marble Hill, aún cuando el fraude y la incompetencia del Servicio Público de Indiana son ahora mucho más públicamente evidentes de lo que eran entonces. Pero esa reunión produjo una pregunta y una respuesta que nos deberían decir todo lo que necesitamos saber acerca de la naturaleza de esa victoria, y más de lo que quisiéramos saber respecto al papel que juega la educación en tal empresa. Se levantó una dama en el público y le pidió a los quince o veinte personajes en el estrado que nos dijeran cuántos de ellos vivían dentro de la zona de peligro de poco más de ochenta kilómetros a la redonda de Marble Hill. La pregunta demostró ser tácticamente brillante, y aparentemente desconcertó a los personajes en el estrado, que se vieron obligados a dar la respuesta más breve y sencilla de toda la noche: Ni uno solo. Ni siquiera uno de esos hombres de éxito importantes, bien remunerados, bien educados, tendría que preocuparse por su familia o sus propiedades en caso de un error catastrófico en Marble Hill.
Esta anécdota no tendría sentido fuera de la zona de peligro de Marble Hill si resultara excepcional. Lo que quiero señalar, por supuesto, es que no es excepcional. Distintas versiones de esto están sucediendo ahora en este país en casi todas partes, virtualmente cada día. En todas partes, cada día, gentes poderosas que viven más allá de los efectos de su mal trabajo, o a quienes se otorga el privilegio de pensarlo así, perturban, desgarran, ponen en peligro y destruyen la vida local.
Una poderosa clase de vándalos profesionales itinerantes está ahora saqueando el país y dejando basura. No se habla de su vandalismo por su nombre en virtud de su enorme redituabilidad (para algunos) y la gran magnitud de su escala. Si uno arruina un hogar, eso es vandalismo. Pero si, para construir una planta de energía nuclear, uno destruye buena tierra de labranza, desgarra la comunidad local y pone en peligro vidas, casas y propiedades dentro de un área de varios miles de kilómetros cuadrados, eso es progreso industrial.
Para poder ser miembros de esta prestigiosa clase de profesionales desorbitados hay que cumplir dos requerimientos.
El primero es que deben ser hombres de carrera trashumante, por lo menos en espíritu. Esto es, no deben tener lealtades locales; no deben tener puntos de vista locales. Después de todo, para ser capaz de profanar, de poner en peligro un lugar, uno debe ser capaz de abandonarlo y olvidarlo. Nunca debe pensar en ningún lugar como el hogar de uno. Nunca debe pensar en ningún lugar como el hogar de alguien. Nunca debe pensar que ningún lugar es más valioso que aquello en lo que se puede convertir o que lo que puede obtenerse por él. A diferencia de la vida en el hogar, la cual hace más particulares y preciosos que nunca los lugares y las criaturas de este mundo, la vida de los profesionales generaliza el mundo, reduciendo su diversidad abundante y generosa a “materia prima”.
Cuando las instituciones educativas preparan a la gente para abandonar su hogar, han redefinido la educación como “preparación profesional”. Y al hacerlo, han creado las mercancías —algo que puede ser comprado para hacer dinero con ello. La gran equivocación de esto es que oscurece el hecho de que la educación —la educación real—es gratis. Estoy necesariamente al tanto de que las escuelas y los libros tienen un costo que debe ser pagado pero aún así estoy seguro que lo que se enseña y se aprende es gratis. Ninguno de nosotros podría ser tan tonto como para suponer que el valor de un buen libro es igual al valor económico de su papel y tinta, o que el valor de un buen maestro es equivalente a su salario. Lo que se enseña y se aprende es gratis. Invaluable, pero gratis. Convertirlo en una mercancía es arruinarlo. Cuando le fijamos precio, reducimos su valor e impedimos que quien lo recibe vea las obligaciones que siempre acompañan los buenos regalos: usarlos bien y entregarlos sin daño.
Para convertir la educación en una mercancía, por tanto, es inevitable hacer una especie de arma con ella —para disociarla de su sentido de obligación, y así ponerla directamente al servicio de la codicia.
Las gentes que estaban en el estrado de la reunión que describí al principio se percibían a sí mismos, seguramente, como servidores públicos. Pero eran servidores del público en general, lo que significa, en la práctica, que podrían ser enemigos en cualquier momento de cualquier segmento particular de ese público en general. Como servidores de lo que deben haber pensado que era el bien general, se mostraron dispuestos a sacrificar el bienestar de cualquier comunidad o lugar particular —lo cual, por supuesto, es una forma de decir que no tuvieron forma alguna confiable para distinguir entre el interés público y el propio. Cuando aparecieron ante nosotros, estaban al servicio de su propio compromiso profesional y su propia ambición. No vinieron a tranquilizarnos, en la medida en que hubieran podido hacerlo con honestidad, o para atender nuestras justas reclamaciones. No vinieron siquiera a precisar si nuestras reclamaciones eran justas. Vinieron a desorientarnos, aturdiéndonos con su jerga de expertos, para implicar que nuestros temores eran ignorantes y egoístas. Su forma de prestarnos atención fue simplemente una forma de ignorarnos.
Esa reunión, entonces, no fue realmente una reunión, sino la puesta en vigencia de una división que está rápidamente penetrando en nuestro país: una división entre gente que está tratando de defender la salud, la integridad, incluso la existencia de lugares cuyos valores se resumen en las palabras “hogar” y “comunidad”, y gente para la que estas palabras no tienen valor alguno. No dudaría en decir —lo siento con todas mis fuerzas— que los defensores de los hogares y las comunidades están en lo correcto.
No quiero decir con esto que la gente que tiene lealtades y puntos de vista locales no tengan un legítimo interés en la energía. Lo que quiero decir es que su interés es diferente en calidad y clase a los intereses profesionales. No estarían dispuestos a utilizar energía que destruyera sus fuentes naturales o humanas, o que pusiera en peligro al usuario o al lugar en que se utiliza. No creerían que van a mejorar sus vecindarios haciéndolos insalubres o peligrosos. No creerían que es necesario destruir su comunidad para poder salvarla.
El segundo requerimiento para pertenecer a la clase de vándalos profesionales es una “elevada educación”. La elegibilidad de cada quien debe estar certificada por una universidad, porque independientemente de la condición o cualidades reales de las mentes involucradas, esta clase es intelectual y elitista. Proponen cometer su vandalismo pasando a su lado; cuando sus propósitos requieran trabajo sucio, otras manos lo harán.
Muchos de estos profesionales han sido educados, con abultados recursos públicos, en colegios o universidades que originalmente tenían un claro mandato de servir a las localidades o a las regiones —para recibir a las hijas e hijos de sus regiones, educarlos y mandarlos de nuevo a casa para servir y fortalecer sus comunidades. El resultado demuestra, creo, que generalmente han traicionado este mandato, y que han servido en cambio para desarraigar los mejores cerebros y talentos y llevárselos lejos de casa, para encaminarlos a carreras explotadoras y convertirlos en depredadores de sus comunidades y los hogares, los suyos y los de otras gentes.
Por supuesto, la educación, en su verdadero sentido consiste en habilitar para servir tanto a la comunidad humana que vive en sus hogares o vecindarios naturales como a las posesiones culturales preciosas que la comunidad viviente hereda o debe heredar. Educar es, literalmente, “criar”, llevar a los jóvenes a una madurez responsable, ayudarlos a cuidar bien lo que se les ha dado, ayudarlos a ser caritativos con sus semejantes. Tener tal educación es obviamente placentero y útil. Que una cantidad considerable de humanos deban tenerla es probablemente una de las necesidades de la vida humana en este mundo. Si esta educación se va a utilizar bien, es obvio que debe ser utilizada en alguna parte; debe ser utilizada donde uno vive, donde uno intenta continuar viviendo; debe ser traída a casa.
Traducción: Gracia Esteva y Marta Ortiz Monasterio
* Publicado en Opciones, 38, junio 1993.