Gente, Tierra, Comunidad*

Wendell Berry


El texto puede contribuir a enriquecer reflexiones, al mostrar algunos campos y orientaciones en que podrían encontrarse ámbitos de comunión entre diversas culturas.


Me gustaría hablar con mayor precisión que en el pasado, sobre los lazos que unen a la gente, a la tierra y a la comunidad —describir, por ejemplo, cuál podría ser la mejor manera de aprovechar una difícil tierra de cultivo colgada de una ladera. En una cultura sana, estos lazos resultan complejos. La economía industrial los rompe, sobresimplificándolos, y en el proceso erige obstáculos que nos hacen difícil ver cuáles son o deberían ser estos lazos. Tales obstáculos, por supuesto, son mentales, y dos parecen ser los principales: el supuesto de que el conocimiento (la información) puede ser “suficiente”, y el supuesto de que el tiempo y el trabajo son reducidos.

Estos supuestos se hallan implícitos en toda una serie de creencias contemporáneas: que el futuro se puede estudiar y planear; que los recursos limitados pueden desperdiciarse sin consecuencias y que las buenas intenciones pueden defendernos del uso de la energía nuclear. Un artículo periodístico reciente dice, por ejemplo, que: “Un estudio ordenado por el Congreso sobre el Acuífero Ogallala encuentra que no hay mayor motivo de alarma en que sus (sic) niveles de agua disminuyan aceleradamente. El director del estudio dice que, incluso con las actuales tasas de bombeo, el acuífero puede suministrar agua a las planicies durante otros cuarenta o cincuenta años…

Los seis estados participantes en el estudio… “pronostican incrementos en el rendimiento de las granjas gracias a una tecnología mejorada”. Otro artículo menciona una tecnología diferente con el mismo optimismo: “La nación ha invertido cientos de miles de millones de dólares en armas atómicas, desarrollando simultáneamente las estrategias más sofisticadas para regular su uso y evitar su holocausto. Sin embargo, el sistema que sirve para activarlas es el eslabón más débil de la cadena… Por tanto, se ha sugerido que lo que se podría necesitar son sistemas de alarma para los sistemas de alarma”.

Invariablemente, se supone que podemos soltar los demonios y después, de alguna manera, volvernos suficientemente listos para controlarlos. No se trata de una niñería. Ni siquiera es “debilidad humana”. Es una especie de idiotez, pero quizá no lograremos lidiar con ella y salvarnos mientras no recuperemos el juicio y seamos capaces de llamarlo maldad.

El problema, como lo sabemos todos en nuestros momentos de lucidez, es que somos espantosamente ignorantes. Los más eruditos entre nosotros son ignorantes. La adquisición del conocimiento siempre lleva implícita la revelación de la ignorancia —casi es la revelación de la ignorancia. Nuestro conocimiento del mundo nos enseña ante todo que es mayor que nuestro conocimiento de él. Para aquellos que se regocijan con la abundancia y complejidad de la Creación, esto es una fuente de alegría, como lo es para aquellos que se regocijan con la libertad. (“El futuro sólo llega por sorpresa”, solemos decir, —”¡gracias a Dios!”). Para quienes pretenden resolver el “problema humano”, sin embargo, y esperan un conocimiento del tamaño del mundo (un conocimiento que pueda controlarlo), esto es una fuente incesante de fracasos y perplejidad. La evidencia de que el conocimiento no soluciona el “problema humano” es abrumadora. De hecho, hay abundantes evidencias —en el Génesis, por ejemplo— de que el conocimiento es el problema. O quizá, podríamos decir más bien que todos nuestros problemas tienden a agruparse en torno a dos preguntas sobre el conocimiento: Teniendo la habilidad y el deseo de saber, ¿cómo y qué debemos aprender? Y habiendo aprendido, ¿cómo y para qué debemos emplear lo que sabemos?

Hay algo que sí sabemos y que no nos atrevemos a olvidar: Gente que contaba con mucha menos información que nosotros ha llegado a veces a soluciones mejores que las nuestras. Sabemos también, por el estudio de la agricultura, que la misma información, las mismas herramientas y técnicas que en manos de un agricultor arruinan la tierra, en las de otro la salvan y la mejoran.

Esto no implica recomendar la ignorancia. No saber nada, después de todo, es tan imposible como saber suficiente. Sólo estoy diciendo que el conocimiento, como todo lo demás, tiene su lugar, y ahora necesitamos con urgencia ponerlo en él. Si queremos saber y no podemos evitar hacerlo, entonces aprendamos tan completa y exactamente como sea decentemente posible. Al mismo tiempo, empero, debemos abandonar nuestras creencias supersticiosas respecto al conocimiento: que pueda alguna vez ser suficiente; que pueda por sí mismo resolver problemas; que sea instrínsecamente bueno; que pueda ser utilizado objetiva o desinteresadamente. Reconozcamos que el investigador objetivo o desinteresado siempre está del lado del que paga mejor. Y abandonemos nuestra desdichada búsqueda de la “decisión informada”.

Creo que la “decisión informada” es una criatura tan fantástica como un “tercero desinteresado” o un “observador objetivo”. A menos que por “informado” queramos decir “apoyado en suficiente información”. Gran parte de nuestra vida pública, y ciertamente la más cara, se basa en la supuesta posibilidad de tomar decisiones de esta manera. Un examen de la vida privada, sin embargo, no le brinda apoyo alguno a este supuesto. Es cierto, simplemente, que no sabemos y no podemos saber lo suficiente como para tomar cualquier decisión importante.

Podemos ejemplificar este dilema con el matrimonio, ya que el matrimonio, como condición, revela la insuficiencia del conocimiento y, como institución, sugiere la posibilidad de que las decisiones puedan basarse en otra manera de estar informados que resulta suficiente o por lo menos bastante aproximada. Tomo como un axioma el hecho de que no se puede tener suficiente conocimiento para contraer matrimonio, del mismo modo que no cabe predecir una sorpresa. Las únicas personas que poseen información-suficiente sobre los votos que formulan son las viudas y los viudos —e incluso ellos no saben lo suficiente como para volverse a casar.

Lo que no se comprende ahora tan bien como tal vez se sabía antes es que el matrimonio se realiza en una ineludible condición de soledad e ignorancia, y a esa condición, o a algo que se le asemeja, le da la única respuesta posible. Quizá esto sea tan difícil de comprender ahora porque en la actualidad las soluciones más visibles son las soluciones mecánicas, formuladas con frecuencia a la medida de los problemas mecánicos. Pero nosotros somos humanos —lo que significa que no sólo tenemos problemas sino que somos problemas. El matrimonio no está exactamente adaptado a su propósito, como si fuese un tapón de botella; es una solución que no resulta enteramente posible para un problema que no puede resolverse en su totalidad. Y esto es igualmente cierto respecto a las demás condiciones humanas. Podemos comprometernos plenamente con cualquier cosa —un lugar, una disciplina, la labor de una vida, una criatura, una familia, una comunidad, una fe, un amigo— sólo en la misma pobreza de conocimiento, la misma ignorancia del resultado, la misma autosubordinación, el mismo abandono final de otras posibilidades. Si debemos contraer compromisos tan definitivos sin la información suficiente, ¿qué puede informar nuestras decisiones?

A pesar de los obvios peligros de la palabra, debemos decir en primer lugar que el amor puede informarlas. Esto, por supuesto, aun cuando sea posiblemente necesario, no es seguro. Qué padre no se ha sentido, ante un hijo enamorado que va a casarse, lleno de desconfianza y temor —y con razón. Quienes fuimos amantes antes que padres sabemos cuan engañoso puede ser el amor cuando opera como justificación. Sabemos que la gente sigue casada por razones diferentes a aquellas por las que se casó, que aún están por descubrirse. Esto, por supuesto, no implica que las últimas razones no puedan confirmar las primeras; sólo quiere decir que las primeras deben esperar su confirmación.

Pero nuestras decisiones también pueden estar informadas —y nuestros amores verse tanto limitados como fortalecidos— por aquellos modelos de valor y restricción, de principios y expectativas, de memoria, familiaridad y comprensión, que se suman, internamente, al carácter y, externamente, a la cultura. Debido a estos modelos, y únicamente por ellos, no estamos solos en las perplejidades de la condición y el amor humanos, sino que tenemos la compañía y el consuelo de lo mejor de nuestra especie, viva y muerta. Estos modelos constituyen un conocimiento muy diferente de aquel al que me he estado refiriendo. Es un tipo de conocimiento que incluye la información, pero nunca es igual a ella. De hecho, si estudiamos los documentos supremos de nuestra cultura, veremos que este segundo tipo de conocimiento implica invariablemente, y con frecuencia impone explícitamente, límites al primer tipo: algunas posibilidades no deben ser exploradas; algunas cosas no deben ser aprendidas. Si queremos llegar a casa a salvo existen ciertos cantos seductores que no de-ben desviarnos, algunas cosas sagradas con las que no debemos entrometernos:

 

Gran capitán

Un buen viento y las dulces luces del hogar

son todo lo que buscas. Pero la angustia te espera;

el dios que retumba en la tierra la prepara…

………………………………………………………………………

U n angosto desfiladero te permitirá salvar sus golpes:

la negación de ti mismo; contener a los compañeros.

 

Este tema, por supuesto, predomina en la tradición bíblica, pero el tema mismo y su transmutación moderna pueden entenderse fácilmente por medio de una comparación entre este discurso de Teresias a Odiseo en el Homero de Robert Fitzgerald con el Ulises romántico de Tennyson que propone, al igual que un ingeniero genético o un científico atómico:

Seguir el conocimiento cual estrella fugaz,

Más allá del postrer límite del pensamiento humano.

Obviamente, a diferencia del Odiseo de Homero, se dice que el Ulises de Tennyson proviene de Dante, y se parece al Ulises de Dante con bastante exactitud; su diferencia primordial es que Dante pensaba que Ulises era un loco y un tonto, y deja caer sobre su discurso tennysoniano a los marineros uno de los más repentinos anticlímax de la literatura. Se asume que el conocimiento real —el humano— implica e impone límites, en gran medida como el matrimonio, y se asume que estos límites pertenecen necesariamente a la definición del ser humano.

En toda esta plática sobre el matrimonio no he olvidado que se supone que estoy hablando sobre agricultura. En un minuto voy a hablar directamente sobre ella, pero quiero insistir en que, indirectamente, he estado hablando de agricultura todo el tiempo, ya que la analogía entre el matrimonio y el cultivo, entre conservar un matrimonio y conservar una tierra, es casi idéntica. He hablando del matrimonio como una forma de hablar de la agricultura dado que el matrimonio, como una creación humana, ha sido comprendido más cuidadosamente que la agricultura. La analogía entre ellos es tan cercana porque nos unen al tiempo casi de la misma forma. Al hablar de tiempo, voy a comenzar a hablar directamente sobre la agricultura, pero espero que el lector esté conciente de que, al hacerlo, estoy hablando indirectamente del matrimonio.

Cuando las gentes hablan confiadamente sobre la longevidad de fuentes agrícolas que disminuyen —como cuando hablan de sus buenas intenciones acerca de la energía nuclear— es probable que no sólo estén siendo crédulos e irreflexivos; es muy posible que partan de su creencia en varios dogmas del optimismo industrial: que la vida es larga, pero el tiempo y el trabajo breves; que cada problema podrá resolverse gracias a un “sensacional avance tecnológico” antes de que se convierta en una catástrofe; que cualquier problema puede resolverse rápidamente gracias a grandes aplicaciones de emoción, información y dinero urgentes. Es lamentable que estos supuestos deban correr el riesgo de que los corrija un desastre, cuando sería más seguro y barato entregarnos al estudio de cualquier agricultura que haya probado ser durable.

Emerson decía a los granjeros: “El paisaje es una armería de fuerzas…” La frase podría ser cierta, tomando en cuenta lo que Emerson quería decir, pero la metáfora está mal seleccionada, ya que las fuerzas de un paisaje no están al alcance del uso humano de manera tan simple como los de una armería. O permítanme decir, en todo caso, que los preparativos necesarios para hacerse de las fuerzas agrícolas son más extensos y complejos de los que por lo general se consideran necesarios para tomar las armas. Y permítanme añadir que los motivos son, o deberían ser, significativamente diferentes.

Se toman las armas por miedo y odio, pero no es atípico que, en un principio, un agricultor se relacione con su tierra por amor. No ha sido un amor tan lleno de ignorancia como algunas veces es ahora; pero siempre, no importa cuál haya sido nuestra experiencia agrícola, nuestra relación con una tierra recién adquirida comenzará con un amor que es más o menos ignorante. Uno ama el lugar porque su aspecto actual lo recomienda y porque sugiere a la imaginación posibilidades irresistibles. La cabeza de uno, igual que la de un amante, se llena de visiones. Uno camina por el predio diciendo: “Si esto fuera mío, aquí haría un pastizal permanente; aquí plantaría a un huerto; aquí haría un estanque”. El amor insatisfecho está formado por lo común con estas visiones, que son las que nos inducen al insomnio.

Cuando uno compra esa tierra y se muda ahí para vivir, comienza algo diferente. Los pensamientos comienzan a traducirse en acciones. La verdad empieza a introducirse en su realidad. Nuestro trabajo está definido en parte por nuestras visiones, pero también en parte por nuestros problemas, a los que nos lleva el trabajo y que nos los revela. Y la vida diaria, el trabajo y los problemas, alternan gradual e invariablemente las visiones. Creo que nuestra primera visión de un lugar es hasta cierto punto una imposición a él. Pero si nuestra perspectiva es clara y uno permanece ahí y trabaja bien, el amor de uno responde gradualmente a la realidad del lugar, y nuestras visiones gradualmente imaginan posibilidades que realmente se encuentran en el. La visión, la posibilidad, el trabajo y la vida —todo ha cambiado por una corrección mutua. Una disciplina adecuada nos proporciona el tiempo suficiente para remover gradualmente el propio ser de la propia línea de visión. Entonces, el trabajo tiene un propósito mejor y se cometen menos errores, ya que finalmente uno puede ver en dónde está. Por lo tanto, dos posibilidades humanas del más alto orden vienen a nuestro encuentro: lo que uno desea puede convertirse en lo que uno tiene, y el conocimiento de uno puede causar respeto por lo que uno sabe.

La “disciplina correcta” y el “tiempo suficiente” son nociones inseparables. No es posible acelerar la disciplina correcta, porque es el conocimiento de lo que debe hacerse y la voluntad de hacerlo todo ello, adecuadamente. El buen trabajador no puede suponer que es posible hacer adecuadamente un buen trabajo como respuesta a la prisa, la urgencia, o incluso a una emergencia. Pero el buen trabajador también sabe que, tras haber realizado el trabajo, se requiere aún que pase el tiempo para que se demuestre su valor. Uno debe quedarse para experimentar, estudiar y comprender las consecuencias, debe comprenderlas al vivir con ellas, y entonces corregirlas, de ser necesario, a través de más vida y más trabajo. No podemos corregir los errores cometidos en un lugar moviéndonos a otro lugar, como ha estado de moda en Estados Unidos, o añadiendo espacios, como ha sido la costumbre en cualquier tipo de “economía de crecimiento”. En esta perspectiva, las cuestiones relacionadas con la agricultura se vuelven inseparables de las cuestiones relativas a la escala apropiada. Una tierra puede ser demasiado grande para que un agricultor la atienda adecuadamente o le dé el suficiente cuidado. La distracción es la enemiga hostil de una correcta disciplina y un tiempo suficiente no está al alcance de quien tiene demasiado que hacer. Pero debemos ir más allá y darnos cuenta que la escala apropiada está invariablemente asociada con condición de otra clases: una comprensión y una aceptación del lugar humano dentro del orden de la Creación —una humildad apropiada. Hay cosas que una mente arrogante no puede ver; está cegada por su visión de lo que desea. No percibe lo que ya está ahí; jamás observa el bosque que precedió a la granja que precedió al centro comercial; jamás va a comprender que Norteamérica fue “descubierta” por los, indios. Es la mente apropiadamente humilde en el lugar apropiado la que ve verdaderamente, ya que —por dar sólo una razón— ve los detalles.

Y el buen agricultor comprende que la naturaleza impone aún .mayores límites a la prisa, dado que, salvo en el caso de terremotos o tormentas ocasionales, la naturaleza misma tampoco tiene prisa. En los procesos que más conciernen a la agricultura —la construcción y preservación de la fertilidad— la naturaleza jamás se apresura. Durante los últimos diecisiete años, por ejemplo, he estado trabajando en la restauración de una ladera agotada. Sus cicatrices ya están sanadas, si bien son aún visibles, y este año rindió una abundante pastura; más que en todos los años que la hemos tenido. Pero lograr hacerla tan buena nos ha tomado diecisiete años. Si yo fuera un millonario o si mi familia se estuviera muriendo de hambre, de todos modos se hubieran necesitado diecisiete años. Puede ser mejor de lo que es ahora, pero va a requerir más tiempo. Para que pueda vivir por completo de sus propias posibilidades, como antes de que el mal uso la destruyera, se requerirán quizás cientos de años.

Para pensar en que el uso humano de un pedazo de tierra continúe durante cientos de años, sin embargo, debemos complicar en gran medida nuestra comprensión de la agricultura. Iniciemos un trabajo de agricultura en un lugar determinado —digamos en una ladera en el Valle del Río de Kentucky— y proyectémoslo a través del tiempo:

  1. Comenzar a utilizar esta ladera para la producción agrícola —pastura o cultivo— es un asunto que requiere años de trabajo. Se trata de trabajo en tiempo presente, que comprende adecuadamente intenciones concientes y el primer tipo de conocimiento de que hablé al principio —información disponible en la memoria del agricultor e integrada a sus métodos, sus herramientas y especies de cultivo y animales. Entendido como tiempo presente, el trabajo no revela su valor, salvo en lo que se puede ver y juzgar por las marcas superficiales y artificiales. Pero un trabajo excelente, al igual que un arado roto, puede resultar tan dañino como un mal trabajo. El trabajo no ha revelado sus lazos con el lugar o con el trabajador. Estos lazos se revelarán con el tiempo.
  1. Vivir en la ladera y usarla durante toda la vida le otorga pasado y futuro a la tarea del trabajo anual. Vivir en la ladera y usarla sin disminuir su fertilidad o desgastarla por erosión todavía requiere de una intención e información concientes, pero aquí debemos decir buenas intenciones y buena (es decir, correcta) información, dando como resultado un buen Y a esto le debemos añadir ahora carácter: el tipo de conocimiento que puede con propiedad llamarse familiar, y los afectos, los hábitos, los valores y las virtudes (concientes e inconcientes) que preserven el buen cuidado y el buen trabajo durante los tiempos difíciles.
  1. Que la vida humana continúe en la ladera a través de generaciones sucesivas requiere buen uso y un buen trabajo a lo largo de todo el tiempo. En cualquier lugar agrícola que se desgaste o se erosione —y en todos habrá desgaste y erosión— el mal trabajo no permite “salir del paso”; tarde o temprano acaba con la vida humana. La continuidad humana es virtualmente sinónimo de buena agricultura, y la buena agricultura obviamente debe durar más que la vida de cualquier buen agricultor. Para que se logre esto debemos agregar, a los requerimientos anteriores, una comunidad. Sin la comunidad, el buen trabajo de un sólo agricultor o una sola familia no va a significar ni va a durar gran cosa. Para que dure la buena agricultura, debe darse en una buena comunidad agrícola —esto es un grupo de personas que se conozcan entre sí, que comprendan su mutua dependencia y que le otorguen un valor apropiado a la buena agricultura. En su aspecto cultural, la comunidad es un orden de recuerdos preservados concientemente en el saber, las canciones, las historias, y tanto conciente como inconcientemente en las costumbres. Una cultura sana mantiene la preservación del conocimiento en su lugar durante largo Es decir, la sabiduría esencial se acumula en la comunidad al igual que la fertilidad en el suelo. En ambas, la muerte se convierte en una potencialidad.

La gente está unida a la tierra por el trabajo. La idea de cultura abarca la tierra, el trabajo, la gente y la comunidad. Estos lazos no pueden comprenderse ni describirse mediante la información —tantos recursos para ser transformados por tantos trabajadores en tantos productos para tantos consumidores— porque no son cuantitativos. Sólo podemos comprenderlos después de admitir que deberían ser armoniosos —que una cultura debe ser simétrica y salvadora o informe y destructiva. La suposición de que podemos describir la tierra, el trabajo, la gente y la comunidad a través de la información y las cantidades invariablemente parece arrojarnos a una competencia mutua. Se supone entonces que el trabajo debe explotar la tierra, la gente explotar el trabajo y la comunidad explotar a la gente. Y entonces, en lugar de tierra, trabajo, gente y comunidad, tenemos las categorías industriales de recursos, mano de obra, administración, consumidores y gobierno. Hemos intercambiado la armonía por una actividad interminable y el trabajo de la cultura por el trabajo regulado y acosado de la economía industrial.

Permítame someter estas ¡deas a la prueba de un ejem-plo más específico.

Recientemente, Wes Jackson y Marty Bender, del Instituto de la Tierra, realizaron una comparación entre la economía energética de una granja que utiliza una yunta para la mayor parte de su trabajo en el campo y la de una granja idéntica que utiliza tractores. Es un proyecto del mayor interés e importancia, que se retrasó una generación, y a final de cuentas necesario. Y los resultados causarán un gran sobresalto a quienes suponen que existe una relación directa entre el consumo de combustible fósil y la felicidad humana.

De cualquier forma, estos resultados no han podido explicar totalmente un hecho que Jackson y Bender tuvieron a la vista al principio de su análisis y que todavía no alcanzan a percibir plenamente: que en los últimos veinticinco o treinta años los miembros de la Antigua Orden Amish, que utilizan caballos para la labranza, duplicaron su población y se mantuvieron a flote, mientras que en el mismo periodo millones de agricultores mecanizados fueron desplazados. Creo que la razón de que el análisis de las dos economías de energéticos no haya podido explicar adecuadamente este fenómeno es que el problema está, por su propia naturaleza, más allá del alcance de cualquier clase de análisis. La razón real o completa debe ser insoportablemente compleja, ya que tiene que ver con la naturaleza, la cultura, la religión, la familia y la vida comunitaria, así como con la metodología y la política económica agrícolas. Creo que nos enfrentamos a una diferencia entre el pensamiento y la acción, el pensamiento y la vida, que no puede salvarse.

Es posible explicar plenamente lo que funciona mal en la agricultura —el monocultivo, por ejemplo, o la contabilidad anual— porque lo que funciona mal es invariablemente una especie de pensamiento sobresimplificado que sojuzga a la naturaleza, a la gente y a la cultura. Lo que funciona bien desafía en última instancia toda explicación, ya que involucra un orden que tanto en magnitud como en complejidad es finalmente incomprensible.

Tenemos así, en este caso, un perfecto ejemplo de la inutilidad de la dependencia de la información. No podemos contener lo que nos contiene ni abarcar lo que nos abarca. Yeats dijo que “el hombre puede encarnar la verdad, pero no puede conocerla”. Es decir, la parte no puede abarcar al todo, aún cuando pueda ser representada (o apoyada) por él. La sinécdoque es posible, y su posibilidad implica la de una armonía entre la parte y el todo; Si no podemos trabajar sobre la base de una información suficiente, tendremos que trabajar sobre la base de la comprensión y la armonía. Me parece que esto es lo que Sir Albert Howard y Wes Jackson quieren decir cuando afirman que debemos estudiar y emular en nuestras granjas las integridades naturales que preceden y apoyan a la agricultura.

El estudio de la agricultura amish, al igual que el estudio de cualquier agricultura duradera, indica que vivimos en secuencias de patrones que son formalmente jerárquicas, por lo menos en el sentido de que algunos patrones son más comprensibles que otros; tienden a ordenarse como las concavidades del entramado de un nido —aunque cualquier intento de representar visualmente su orden sería sobresimplificarlos.

Y así, debemos sospechar que las granjas amish, con su energía de caballos, funcionan bien no porque —o no sólo porque— los caballos son energéticamente eficientes, sino porque son criaturas vivas; y por lo tanto encajan armoniosamente en un patrón de relaciones que son necesariamente biológicas y que riman análogamente del ecosistema al cultivo, del campo al agricultor. En otras palabras, el ecosistema, la granja, el campo, el cultivo, el caballo, el agricultor, la familia y la comunidad son en cierta manera crítica como los otros. Por ejemplo, todos están relacionados con la salud y la fertilidad o reproductividad más o menos de la misma manera. La salud y la fertilidad de cada uno comprometen y están comprometidas con la salud y fertilidad de todos.

Damos por sentado que las herramientas se pueden introducir en este orden agrícola y ecológico sin ponerlo en peligro —pero sólo hasta cierta escala, clase y fuerza. Introducir un tractor en él, como el registro histórico parece virtualmente demostrarlo ahora, implica iniciar su destrucción. Creo que el tractor ha sido tan destructivo porque es diferente a todo lo que abarca el orden agrícola, rompiendo así la armonía esencial. Y con el tractor se inicia una dependencia del abastecimiento energético, que no sólo se ubica fuera de la granja sino fuera de la agricultura y de los ciclos e integridades biológicos. Con el tractor la granja y el agricultor se convierten en “recursos” de la economía industrial, la cual siempre los explota.

Por supuesto, sería un error decir que cualquiera que labre su tierra con un tractor es un mal agricultor, lo cual no es cierto. Lo que debemos decir, en todo caso, es que una vez que se incorpora un tractor al patrón de la granja, ciertas restricciones y prácticas necesarias, alguna vez implícitas en la tecnología, deben residir ahora en el carácter y en la conciencia del agricultor —al tiempo que se ha incrementado en grado sumo la presión económica para abandonar esas restricciones y buenas prácticas.

En una sociedad adicta a los datos y a las cifras cualquiera que intente hablar en defensa de la armonía agrícola está buscando problemas. El primer problema es tratar de definir lo que es la armonía. No puede reducirse a datos y cifras —lo que sí puede hacerse con su ausencia. No es muy visible que sea una función. Quizá sólo podamos decir a qué se parecería. Podría ser, por ejemplo, como la vibración simpática: “La cuerda la de un violín está diseñada para que esa nota vibre más fácilmente dos a 440 vibraciones por segundo. Si se toca esa nota fuertemente, no en el violín sino cerca de él, esta cuerda del violín puede zumbar en simpatía”. Un ejemplo práctico de esto podemos encontrarlo en el arte de las avispas, que al aplanar el lodo en las paredes de su nido zumban en ellas, o hacia ellas, comunicándole una vibración que facilita su trabajo, dominando así el material a través de una especie de canto. Tal vez el zumbido de la avispa sólo active la atracción ancestral percibida entre todas las criaturas y la tierra de la que están hechas. Según la sabiduría popular, las cosas semejantes se hablan entre sí. Y la armonía siempre involucra tales especificaciones de forma, como en el canto de las avispas y su nido, mientras que la información se acumula indiscriminadamente, como el ruido.

Por supuesto que, dentro del orden de las criaturas, la humanidad es un caso especial. Los seres humanos, a diferencia de las avispas, no están naturalmente envueltos en la armonía. Para ellos, la armonía es siempre un producto humano, un artefacto, y entonces, si no saben cómo hacerla y deciden hacerla, no la tienen. Y así sugiero que, para los seres humanos, la armonía a la que me refiero podría tener una atracción inescapable con lo que conocemos como ley moral —o que, para los seres humanos, la ley moral es una parte significativa de la notación de la armonía ecológica y agrícola. Parece ser que muchas personas han optado por la información como un sustituto seguro de la virtud, pero esto ignora —entre otras muchas cosas— la necesidad de preparar a los seres humanos para vivir existencias cortas frente a un trabajo y un tiempo largos.

Es probable que sólo cuando concentramos nuestras mentes en nuestras máquinas el tiempo parezca corto. El tiempo siempre se agota para las máquinas. Acortan nuestro trabajo, en un sentido que la gente aprueba; al simplificarlo y acelerarlo, pero nuestro trabajo también perece rápidamente en ellas, a medida que se desgastan y se desechan. Por otra parte, para la Creación viviente siempre hay tiempo. Para las granjas construidas de acuerdo al modelo industrial se está acabando; la granja industrial quema fertilidad al igual que combustible. Para la granja construida dentro del modelo de los seres vivos, como una analogía del bosque o de la pradera, el tiempo es un portador de regalos. Estos regalos pueden ser bienvenidos y cuidados. Hasta cierto punto podrían esperarse. Son el resultado de la intención y conocimiento humanos sólo dentro de límites muy estrictos. No pueden construirse en el sentido usual. Sólo puede pensarse que uno los ha simplemente devengado en el corto plazo de la contabilidad industrial. En la longitud real del tiempo humano, para devengar algo es preciso merecerlo.

Llego a dos conclusiones, tras esta excursión en que más bien estuve divagando.

La primera es que el estereotipo moderno de una persona inteligente está probablemente equivocado. Parece que el prototipo de la inteligencia moderna es la del Niño que Resuelve Problemas, una forma humana apenas discernible entre nubes de hechos. Se entiende que todo debe justificarse con hechos y se ofrecen los hechos como justificación a todo. Si es un hecho que la erosión del suelo es un problema actualmente crítico en la agricultura norteamericana, más hechos van a indicar que no está tan mal como podría estarlo y que Iowa podrá seguir teniendo capa superior del suelo durante setenta años más. Si los hechos revelan que hay gente mal nutrida en Estados Unidos, más hechos revelan que todos debemos estar agradecidos por no vivir en la India. Esto, por supuesto, es un pensamiento mecánico.

Para pensar mejor, para pensar como los mejores seres humanos, probablemente tengamos que volver a aprender a juzgar la inteligencia de una persona no a través de su habilidad para recitar hechos, sino por el buen orden o buena armonía de su entorno. Debemos sospechar que cualquier justificación estadística de la fealdad y la violencia es una muestra de estupidez. Como dijo quien alguna vez fuera estudiante de agricultura: “El hombre inteligente, no importa qué tan ignorante sea, puede percibirse por su entorno, y por el cuidado que le preste a su caballo, si tiene la suerte de poseer uno”.

Mi segunda conclusión es que cualquier programa público para preservar la tierra o producir alimentos carece de posibilidades si no tiende a corregir el equilibrio entre el número de personas y el de las hectáreas de tierra, y a fomentar lazos estables, a largo plazo, entre las familias y las pequeñas granjas. Se podría argumentar que nuestro país nunca ha hecho un esfuerzo en esta dirección suficientemente sabio o serio. Es cierto que ninguno de los esfuerzos de este tipo han tenido éxito aquí. La típica granja norteamericana probablemente se vende y se rehace —con frecuencia como parte de una granja más grande— por lo menos cada generación. Las granjas que han pasado a la segunda generación en la misma familia son poco comunes. Las que han pasado a la tercera generación son raras.

Pero necesitamos desesperadamente de una agricultura en que la granja típica sea cultivada por la tercera generación de la misma familia. Sería erróneo tratar de decir qué tipo de agricultura se gestaría así, pero cabría sugerir que se prestara especial atención a ciertas buenas oportunidades.

La más importante de esas oportunidades procedería de la prolongación de la memoria. Se recordarían los errores, los fracasos y los éxitos anteriores. La tierra no tendría que pagar el precio de la educación a base de prueba —y error— de cada nuevo dueño. La historia de la granja tendría medio siglo o más de memoria viva, y su estado de salud actual podría compararse con su propio pasado— algo extremadamente difícil fuera de la memoria viva.

La segunda oportunidad vendría de que la tierra no tendría que ser sobretrabajada para pagar su valor total con cada nuevo dueño.

La tercera oportunidad surgiría de que, al abrigar cierta confianza en la continuidad de la familia en ese lugar, los dueños futuros no serían una mera hipótesis para los actuales, sino que los tendrían a la vista, y por ende pondrían buen cuidado en la tierra, no por un motivo tan abstracto como “el futuro” o “la posterioridad”, sino por el amor particular hacia los hijos y los nietos.

La cuarta oportunidad vendría de que, teniendo el pasado tan fresco de la memoria, y el futuro tan tangible en la perspectiva, el establecimiento humano en la tierra se tornaría más permanente, gracias a la práctica de una mejor carpintería y albañilería. La gente que recuerda prolongadamente y bien, vería la tontería de reconstruir el granero y el establo cada generación o dos, y la de construir nuevas cercas cada veinte años.

La quinta oportunidad estaría en el desarrollo del concepto de suficiente. Sólo una larga memoria puede dar las respuestas, para una cierta granja o localidad, sobre cuánta tierra, cuánto trabajo, cuánto ganado, cuánta producción de cultivos y cuánta energía son suficientes.

La sexta oportunidad es la de la cultura local. ¿Quién puede decir lo que podría ser? Como miembros de una sociedad basada en la explotación de su propia provisionalidad, tal vez no deberíamos aventurar una hipótesis al respecto. Pero quizá podríamos hablar con alguna competencia sobre cómo empezaría. No sería importada de otras culturas críticamente aprobadas en alguna parte. No se obtendría observando a los clásicos, certificados en la televisión. Comenzaría en el amor y el trabajo. La gente que trabaje en comunidades existentes durante tres generaciones sabría que sus cuerpos renuevan, una y otra vez, los movimientos de otros cuerpos, vivos y muertos, conocidos y amados, recordados y amados, en las mismas tiendas, casas y campos. Esta es, por supuesto, una descripción de una especie de baile comunitario. Y tal baile es, quizá, la mejor forma que tenemos para describir la armonía.

Suplemento Opciones No. 36, del diario El Nacional, mayo 1992.

*           Suplemento Opciones No. 36, mayo 1992.